Querida y querido lector:
En Estados Unidos hay una frase que ―desde el 20 de enero― ha vuelto a tomar fuerza: “Destino manifiesto”. Acuñado en 1845, este aforismo justificó la expansión hacia el oeste, de la que los pueblos originarios y mexicanos fueron las principales víctimas. Casi dos siglos después, en el mundo que nació hace 100 días, el presidente Donald Trump se aseguró de prometerles a sus compatriotas que llevaría ese destino manifiesto “hasta las estrellas”, para “plantar la bandera de las barras y estrellas en el planeta Marte”. La obsesión expansionista del republicano ―que aflige a muchos groenlandeses, panameños, canadienses y, de nuevo, mexicanos― se ejemplifica con una observación de David E. Sanger, el corresponsal en la Casa Blanca de The New York Times: en el Despacho Oval, el cuadro del expresidente James K. Polk, quien se apoderó de Texas y quería comprar Cuba, reposa orgulloso sobre una repisa dorada.
De la mano del “destino manifiesto”, los análisis geopolíticos han retomado otro concepto: el del imperialismo. En su artículo de esta semana, Sanger responde a la pregunta de “cómo el segundo mandato del presidente Trump está cambiando el imperialismo estadounidense”. En febrero, el corresponsal de EL PAÍS para asuntos globales, Andrea Rizzi, nos contaba cómo el mundo avanza hacia un nuevo orden imperial. Lluís Bassets recordaba en enero cómo parte de la “doctrina imperial para el siglo XXI” se sustenta en la doctrina Monroe ―que fundó el expansionismo de Washington en Latinoamérica y el Caribe―. Ese mismo mes, este periódico aludía al “imperialismo trumpista”.
Al cumplirse los primeros 100 días del mandato de Donald Trump, demos la vuelta al mundo con la mirada puesta en ese nuevo orden imperial.
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